
Las manos pringadas y el corazón contrito». Había escuchado esa frase en alguna canción. O tal vez se la había inventado. El quinto contenedor de la mañana prometía. Era enorme y rebosaba de bolsas grasientas, enseres inservibles y mugre. Revolvió en lo más superficial, pero no halló nada de interés. De un salto se encaramó a la abertura. Dos tercios de su cuerpo se abismaron en el interior. Tenía maña ya en esas lides. O eso creía porque, poco a poco, casi sin advertirlo, se fue escurriendo hacia dentro. Cayó a plomo sobre una suerte de jardín de plástico y latón, fruta podrida, cartón y telas roídas. Ríos de líquidos densos y gelatinosos empapaban el suelo y salpicaban como el rocío, aquí y allá, el sórdido paisaje. Entonces, agazapado en el rincón más oscuro, descubrió la figura de un niño. Lo saludó. Pero el niño se tapó la cara con las manos. ¿Qué haces aquí, pequeño? Pero el niño no hablaba. (Sin duda, era un niño salvaje). ¿Cómo habría llegado allí? ¿Cuánto tiempo llevaría en ese apestoso depósito? Se sentó enfrente y le sonrió. El niño pareció relajar sus defensas. Con gestos, el hombre intentó hacerle ver que no tenía malas intenciones. El niño emitió unos extraños sonidos. Iba desnudo y roñoso, tenía el pelo largo, muy largo, y el ademán animal. Como gato o perro asilvestrado. El hombre miró hacia arriba. La abertura quedaba ahora muy lejos, como una luna azul en lo alto de una profunda sima. Aquel contenedor era como una caverna inmensa, un pasaje a otro mundo. El niño se le acercó y comenzó a tocarle la ropa, el cabello, curioso. Él se dejó hacer. Recordó que llevaba una linterna en uno de los bolsillos. La encontró. La encendió. El niño corrió a refugiarse tras unas bolsas para luego reaparecer poco a poco, maravillado con aquel prodigio. Pasaron juntos varios meses. Comida no les faltaba. Allí no hacía frío. El niño le enseñó cómo aferrarse a las paredes del contenedor cuando el servicio municipal de recogida vaciaba la basura. Tras tres o cuatro terribles experiencias, al hombre le resultó hasta divertido. Él, por su parte, había logrado que el pequeño aprendiese algunas palabras. Así fue como supo que había vivido siempre entre aquellas paredes metálicas, que no sabía cómo había llegado y que su único recuerdo eran un chupete y un minúsculo pañal mohoso que atesoraba con devoción. Te llamaré Milagro, le dijo. Y al niño, que no conocía nombre, le pareció bien. Se le había ocurrido Tarzán o Mowgli, e incluso Orzowei. Pero Milagro, no siendo tampoco muy original, le sonó más propio y digno. Dedujo que el pequeño había sido arrojado al contenedor al poco de nacer, y que de alguna manera se las había ingeniado para sobrevivir en aquella selva de residuos. Él también se sentía bien allí. Fuera no tenían nada, nadie los esperaba. El niño y él formaban ahora una familia. ¡Familia!, cuánto le emocionó esa palabra. Al fin había encontrado algo de valor entre tanta inmundicia. Sí, se estaba bien allí. Las manos pringadas, como en la canción. Pero el corazón… el corazón, henchido.
Publicado originalmente en Dragaria. Revista canaria de literatura
Un saludo,
Manuel M. Almeida