Chano el Ceniza. Así lo llamábamos. El tipo más huraño y malencarado del barrio. Vestía de negro. Zapatos negros, calcetines negros, camisa negra y el mismo traje negro, raído y arrugado, que siempre le conocimos. Nadie tenía muy claro a qué se dedicaba. Aunque todos coincidíamos en que tenía que ser algo más bien siniestro. Sepulturero, inspector de Hacienda, examinador de halitosis, poeta quizá. Ésas eran las conjeturas más celebradas. Constituía, junto con Remi, la nota disonante del vecindario. Remi era nuestro toxicómano. Había recalado por aquí unos pocos años atrás, y durante un tiempo vivió y se drogó de la caridad. Hasta que se produjo el hartazgo. Entonces Remi fue considerado un peligro y una vergüenza, pero sobre todo un coñazo. Así que se sucedieron las denuncias y los arrestos. Remi desaparecía por un tiempo, pero siempre se las arreglaba para regresar. Finalmente los vecinos, resignados, optamos por declararlo invisible. Remi estaba aquí, de alguna forma, pero a la mayoría de los efectos para nosotros no estaba. El Ceniza, por su parte, permanecía recluido en casa todo el día. A eso de las siete de la tarde, cuando la oscuridad comenzaba a confirmar la ambigua opacidad del crepúsculo, abandonaba su madriguera para efectuar una rutina que consistía en caminar en línea recta por la calle, siempre en la misma dirección, norte, hasta perderse como la sombra que era más allá de los confines del barrio. Y de la misma forma en que se diluía, lo veíamos emerger por el mismo horizonte, como un fantasma, siempre pasadas las diez de la noche. Recorría la calle en línea recta, sentido contrario, volviendo sobre sus pasos, paraba un momento en el bar de Chiqui, y de allí salía con una bolsa de pan y dos cervezas que éste le reservaba. El Ceniza era, por supuesto, un tipo amargado. A nadie le cabía la menor duda. Destilaba amargura por lo general, pero en Navidad esa amargura se manifestaba con desafiante evidencia por el contraste con la alegría y la luminiscencia que reinaban en la vecindad. Su casa era la única que permanecía oscura y sobria, sin que pudiese distinguirse un solo destello o un solo atisbo de decoración tras aquella ventana hermética y mugrienta tras la que se refugiaba. Materia oscura, la ventana, en el cosmos de destellos multicromáticos e intermitentes y la galaxia de figuras, bolitas, ramas, cometas y estrellas en que se transformaba el barrio por esas fechas. Se veía a la legua que Chano el Ceniza odiaba la Navidad. Lo que se dice un descreído, un tipo sin corazón, un amargado.
Sucedió un veinticuatro de diciembre, poco después de las siete de la tarde. La gente andaba como loca, saludando, felicitando, deseándole a cualquiera lo mejor, brindando, comprando, festejando. Las calles eran un hervidero de almas desinhibidas entregadas en cuerpo y alma a la celebración. Mujeres y hombres con paquetes de regalos o bandejas con comida andaban a toda prisa, niños nerviosos y embelesados corrían frenéticos por todas partes, cánticos y risas más allá de los balcones, corrillos espontáneos en las esquinas y portales, abuelas y abuelos, impacientes en sus atalayas, intentaban distinguir entre aquella algarabía urbana el coche o el rostro de algún familiar… Las tiendas llenas, los centros comerciales llenos, los restaurantes llenos, los hoteles, los bares, todo a rebosar. Nadie se percataba, pero entre tanta plenitud de materia y espíritu, Remi vagaba invisible por las aceras de un lado para otro, intentado navegar y quién sabe si hasta pescar en aquel río revuelto de buenas voluntades. Invisiblemente famélico, invisiblemente demacrado e invisiblemente hasta el culo de vaya usted a saber qué sustancia o sustancias. A la misma hora en la que, como cualquier otro día, el Ceniza abandonaba el portal para iniciar su postcrepuscular rutina, un invisible shock nubló de improviso la mente invisible y los invisibles órganos vitales de Remi, que quedó invisiblemente tendido boca abajo en el bordillo de la acera. Y allí permaneció tendido, rodeado de vómitos invisibles y exhalando todo tipo de fluidos invisibles por varios de los invisibles orificios de su cuerpo, pasando desapercibido para aquella multitud festiva gracias al superpoder de invisibilidad que ella misma le había otorgado. El Ceniza, que en su sobriedad no entendía de superpoderes, hizo por primera y última vez una excepción en su invariable rutina. Se detuvo, observó, cruzó la calzada y se reclinó sobre el cuerpo de Remi. Le habló, pero no recibió respuesta. Lo sacudió, pero no hubo reacción. Sin pensárselo dos veces, volteó delicadamente el cuerpo inerme del muchacho hasta dar con su espalda en el suelo. Ya con Remi en decúbito supino, comenzó a realizar maniobras de reanimación, masaje cardíaco y hasta boca a boca, a pesar de las para él muy poco invisibles y sí bastante repugnantes secreciones que cubrían el rostro y los labios del joven. Agobiado, entregado, como si fuese su propia vida la que languideciera y no la del toxicómano. Entonces se produjeron dos milagros: 1) Remi experimentó una convulsión y acto seguido abrió los ojos, regalándole al Ceniza una estúpida sonrisa de agradecimiento entre verde y anaranjada; y 2) el propio Remi volvió a ser visible para el vecindario. Todos, absolutamente todos, nos habíamos detenido y contemplábamos la escena. Rodeábamos a la singular pareja estupefactos. Comenzamos a reaccionar. Poco a poco fuimos dejando los paquetes y las bandejas en el suelo, nos acercamos, uno trajo agua, otro servilletas, alguien llamó a una ambulancia… La música sonaba y las luces seguían parpadeando, pero aquello ya no era (o quizá fuese otra) Navidad.
Recuerdo, como si lo estuviese viendo ahora mismo, que ya medio restablecido Remi, el Ceniza se incorporó y se alejó tal como había llegado, cruzando la calzada hasta situarse justo en el punto donde poco antes se había detenido. Dirigió su mirada al frente y, sin más, prosiguió su itinerario, como si nada hubiese ocurrido, como cualquier otro día, ajeno a la estela de ojos fascinados que seguíamos sus pasos. Días después se produjeron otros dos milagros, si bien entiendo que de prodigio menor: 1) un vecino anónimo decidió financiarle a Remi un programa de desintoxicación en un reconocido centro psiquiátrico; y 2) Chano pasó de Ceniza a simplemente Chano. Aunque a los niños, a veces, cuando rememoran lo sucedido aquella fría noche de diciembre, les gusta referirse a él como Chanito el Mago.
Un saludo,
Manuel M. Almeida
Descárgalo en PDF: Este cuento es mi regalo de Navidad para los amigos y lectores del blog. Si te gusta la historia y quieres conservarla, puedes bajártela en formato PDF pinchando aquí: Download. ¡Felices y solidarias fiestas para todos y todas!
Precioso cuento, Manolo, y con un gran fondo social. La invisibilidad siempre está ahí, en las calles, justo donde todos decidimos dejar de mirar. Gracias por compartir este cuento en estas fechas, en las que se nos olvida su sentido primigenio: compartir con los demás. Un abrazo!
Gracias a ti, Pepa. Un saludo!