Míralo, ahí va el loco! ¡Vaya una vida perra!», escuchó a sus espaldas. El forastero se giró y vio pasar a un tipo arrebatado que competía con el gentío por intentar trepar a un vagón. La anciana que había hablado a sus espaldas lo puso al día. Vivía en el metro. Malvivía. Se pasaba el día y la noche, hasta la hora del cierre ya entrada la madrugada, de estación en estación. Ido, obsesionado, observando, husmeando. Luego desaparecía, pero a las seis de cada mañana, cuando arrancaba el primer tren, retornaba. Puntual. Parecía buscar algo. Un objeto, una mujer, un hijo, un maletín, un documento… ¡Quién sabe qué terrible extravío lo retenía allí! Una joya perdida, una cita malograda, una distracción fatal, un despido por incauto… «¡Una pena de hombre!», lamentó la señora.
El forastero no tenía prisa. Sacó un bloc de notas y se sentó en un banco del andén. Efectivamente, diez minutos después el hombre estaba de vuelta. No había acabado de descender del tren y ya andaba inspeccionado con aquellos ojos desorbitados los rostros, los diálogos, las maletas, los rincones, las idas y venidas de la multitud hormigueante. Luego lo vio correr, hasta perderse escaleras arriba por el pasadizo que lo llevaría al otro lado de las vías. No lo siguió. Se limitó a esperar en el banco hasta verlo aparecer por la boca del mismo pasadizo en el corredor de enfrente. Fue cosa de un minuto. Allí estaba otra vez, repitiendo la misma ceremonia estéril. Detenerse, escrutar, observar. Por un momento le pareció que se fijaba en algo o alguien, pero un segundo después estaba de nuevo en marcha. Llegó un nuevo tren y lo vio desvanecerse por el túnel en el interior de una de las secciones del vehículo, con la cara pegada a una de las ventanas y aquellos estrábicos ojos de camaleón enfocando a todas partes.
Volvió al día siguiente. A las seis en punto de la mañana. Y allí estaba el loco. Como un reloj. El forastero venía dispuesto a seguirlo, a comprobar que realmente era cierto lo que le había contado aquella mujer, que se pasaba el día allí, de estación en estación, sin desviarse un milímetro de su ofuscada rutina. Sus expectativas no se vieron defraudadas. El loco ejecutaba su ejercicio escrutador donde quiera que se hallaba. En cada terminal, en cada vagón, sin sosiego. Tres horas y algo después de frenéticas idas y venidas y de exploraciones sin sentido, el forastero se atrevió al fin a dar el paso. «¿Ha perdido usted algo, caballero?», preguntó. El hombre se le quedó mirando confuso, abstraído. «¿Busca algo?», insistió. «¿Qué hora es?», preguntó el loco como regresando de un sueño, sin dejar de observar a su alrededor. «Son casi las diez», respondió el forastero. «¿Día, mes?» «Jueves, 17 de marzo de 2017». «¿2017?», inquirió impresionado. «Sí, claro… 2017», confirmó el forastero. Y el loco se echó a reír como nunca sabrá reír un cuerdo. «¿Sabe que es usted la primera persona que me habla en cinco años?» «¿La primera?», repitió sorprendido el forastero. «La única en todo este tiempo», prosiguió el loco sin parar de reír. «Es curioso, buscaba, buscaba y no recordaba qué, pero creo, amigo mío, que al fin lo he encontrado».
Un saludo,
Manuel M. Almeida
Inspirado en el relato ‘La muerte es un momento’, incluido en la novela ‘El tren delantero‘,’ de Emilio González Déniz.