Aquella era una democracia singular. En apariencia, no muy diferente al resto de democracias consolidadas y punteras. Los ciudadanos acudían a votar a sus representantes cada cuatro años. Había líderes, partidos, campañas, encuestas, mítines, soflamas. La única diferencia estribaba que, en lugar de urnas, las mesas electorales estaban dotadas de máquinas trituradoras, de tal modo que nada más introducir el sobre, éste y su contenido quedaban hecho trizas en el interior de una caja que, por lo demás, era igual de transparente, cuboide, hexaédrica y poliédrica que cualquiera de las urnas del resto de democracias consolidadas y punteras.

Los votantes eran conscientes del destino de sus papeletas. A la vista estaba. No se les podía esconder. Aun así, acudían a votar. Hacían cola. Accedían al recinto. Escogían su tarjeta y la introducían en el sobre, si no lo traían preparado ya, mostraban su documento de identidad, esperaban pacientemente las comprobaciones, dejaban caer la plica por la abertura, gritaban ¡Voto!, como era preceptivo y, por lo general, se despedían con un efusivo apretón de manos de los miembros de la mesa. Luego, unos menos y otros más, se quedaban un instante mirando cómo las cuchillas hacían virutas sus papeletas, se daban media vuelta, abandonaban el local y se entregaban a los quehaceres propios de tan señalada fecha: excursión, paseo, fútbol, asadero, playa, juerga.

Lejos de perplejo o contrariado, el país vivía maravillado lo que denominaban el milagro de la democracia. (La fiesta, como es bien sabido, consistía en ir a votar). El milagro radicaba en que, a pesar de la evidente destrucción del frágil mecanismo de expresión de la voluntad popular, a las nueve de la noche, inexorable y puntual, el ministro de Interior daba a conocer cifras y porcentajes, niveles de abstención, votos en blanco y, por fin, reparto de escaños y vencedor oficial.

La gente se alegraba o se entristecía, lo celebraba, maldecía, discutía acaloradamente, vomitaba sus comentarios en los medios digitales o escribía sesudas frases en la red social. Al día siguiente retornaba la normalidad. Hombres y mujeres volvían a sus trabajos, quienes lo tenían, a sus asuntos, cuitas, odios, amores, desgracias, esperanzas, aficiones, deudas, pasiones y pequeñas tareas. Los partidos se alternaban en el poder merced a lo que denominaban «las matemáticas» del ídem, esto es respaldados por amplias mayorías o recurriendo a pactos y coaliciones. A o B o C o D. C² o B² (donde x² = mayoría absoluta). A+C. B+D. A+B+C. ¡Qué más daba! En realidad, nadie notaba la diferencia. Era un pueblo feliz en un país feliz en una democracia feliz, consolidada y puntera.

Un saludo,
Manuel M. Almeida

Manuel M. Almeida (Las Palmas de Gran Canaria, 1962) es periodista y escritor. Ha publicado las novelas ‘Tres en raya’ (1998, Alba Editorial) —finalista del Premio Internacional Alba/Editorial Prensa Canaria, 1997—, ‘Evanescencia’ (Mercurio Editorial, 2017) y 'El Manifiesto Ñ' (Editorial Siete Islas, 2018), así como las colecciones de relatos ‘El líder de las alcantarillas’ (Amazon, 2016) y ‘Cuentos mínimos’ (Mercurio Editorial, 2017), además de poesía y narrativa recogida en su blog mmeida.com, redes sociales, revistas y periódicos. De 2004 a 2014 mantuvo el blog mangaverdes.es, con el que cosechó seis premios internacionales, entre ellos al Mejor Comunicador en Internet (Asociación de Usuarios de Internet, 2010). Como periodista ha trabajado, entre otros medios, en Cadena 100, ‘La Gaceta de Las Palmas’, ‘La Provincia’, revista ‘Anarda’, ‘La Tribuna de Canarias’, ‘El Mundo/La Gaceta de Canarias’ o ‘Canarias7’, ejerciendo en los tres últimos el puesto de subdirector. Ha publicado dos trabajos discográficos como cantautor, ‘Nueva semilla’ (Diva Records, 1990) y ‘En movimiento’ (Chistera, 1992). Actualmente dirige DRAGARIA. Revista canaria de literatura.