«Nadie recuerda los nombres de las mujeres asesinadas»
– Francisca Bermejo (magistrada)
¿Dónde se habría metido Syria? ¿Estaría en casa ya a estas horas o seguiría jugando con el eco del viento por las calles? En cualquier caso, ¿por qué no respondía? Arriba, los gritos y las amenazas, el llanto de un niño, que llegaban cada noche casi con la misma puntualidad que el encendido del alumbrado público, me inquietan y me desconcentran. Tanto que me pongo a contar en presente hechos pasados. Me pongo a relatar en pasado el tiempo presente. Este tiempo que transcurre ingrávido contra tu ausencia. Nada en el móvil. Nada en el Mac.
Ah, Syria. Esa hembra tocada de luna. La imagino en el pub, recitando poemas a los prescindibles. Prescindibles éramos ella y yo, por ejemplo. Los que apenas contábamos. ¡Y era tan fácil volverse prescindible! Bastaba con soñar que el mundo era nuestro, que no había convenciones ni tareas impuestas, más allá de las convenciones y tareas que se impusiera cada cual. Yo me reía de ella. Puede que yo fuera el hombre con más obligaciones del planeta. Así me veía cada mañana frente al espejo de la rutina. Ella se reía de mí. Prueba a soñar, me decía, ya casi noto tu volatilidad. ¿Y qué otra cosa si no soñar era lo que hacía? Ahora, la policía. Y el escándalo en la escalera. Llantos y admoniciones. Al tipo se lo llevan. En la tele andan diciendo que se viene calima.
¿Estás ahí? Claro que estoy aquí, la que no estabas eras tú hace un instante. Claro que estaba, nunca dejo de estar; no solo estoy cuando estoy para ti. Ella era así, había que medir las palabras porque de una exclamación podía hacerte una bufanda, de un sustantivo y un verbo te armaba una teoría, y de una oración… Bueno, de una oración podía hacer resurgir la Atlántida entera. Pues yo también estoy. Ya veo. Entonces por qué preguntas ¿estás ahí?, sabiendo que yo también estoy aunque no esté para ti. En fin, que a mí también me gustaba. En fin, que estábamos. En fin, cada uno en su casa imaginaria a uno y otro lado del auricular.
Del tipo casi nadie hablaba, si no era para bien. La mujer casi nunca salía. El tipo y la joven del sexto A. Llevaban pocos meses en el barrio. Casados o liados. Yo no sabía. Nadie preguntaba. En realidad, nadie sabía de nadie, nadie preguntaba por nadie. No preguntábamos. Saludos, si eso, en la escalera o el ascensor. Hola, en las tiendas, la acera, el supermercado. Alguna reunión de la comunidad. ¡Ahí si se hablaba! Demasiado. ¡Cómo odiaba aquellas juntas, asambleas de la petulancia y la quisquilla! Yo, a lo mío. A la rutina. Al reportaje, la entrevista, la crónica, la opinión, el texto, el tuit, la foto, el video, el smartphone, la rubia, el tinto, el añejo. Y entonces, sólo entonces, Syria.
Lo que me mata es este desorden. Nunca encuentro nada. Ahora por ejemplo, buscaba las notas de la declaración. Y no hallo más que pilas de apuntes, faxes, documentos, recortes. Aquí está. Fue al día siguiente. Cuatro días antes de los hechos. ¿Usted es periodista? Sí. ¿Puede ayudarme? Pasa. No, aquí no. ¿Aquí no?, ¿dónde, pues? ¿Puede ser en su periódico? Sí, claro. ¿Estará esta tarde? Sí, a eso de las cinco me viene bien. Estaré a las cinco.
Si una mujer atraviesa el portal con un labio partido, la gente no pregunta. Murmura. Pero el tipo es un buen tipo. Syria decía que un hombre son todos los hombres, que puede ser cualquier hombre, como una masa son todas las formas: puede ser cualquier forma. El tipo tampoco hablaba. Andaba siempre como esquivo, amparado en las fachadas y paredes. Esquivo pero arrogante, afable incluso en el encuentro fortuito, inevitable.
Ahora las gafas. ¿Dónde he dejado las malditas gafas? A ver… Sí, a partir de aquí. ¡Esta letra mía! No sé por qué recurro a usted, tal vez como desahogo. ¿De qué hablamos? Ella se limitó a mirarme con aquellos ojos venosos y enrojecidos, al igual que las comisuras de la nariz; el labio partido, el pómulo amoratado. Debió de pensar que era gilipollas. Soy una mujer maltratada, me dijo vacilante. Perdón, me excusé, consciente de haberla obligado a ratificar esa dolorosa evidencia. Pero yo también dudaba. Era consciente de su situación, pero como periodista no tenía muy claro si sería ético o conveniente involucrarme en un caso que me cogía tan de cerca. Una vecina. Un vecino. ¡Ni siquiera era mi especialidad! Yo escribía de cultura y, a veces también, de política. Pero odiaba la mayor parte de lo que se consideraba Sociedad. Intentaba ganar tiempo mientras ponía en orden mis ideas. ¿Estás bien asesorada?, ¿sabes que esto se puede volver contra ti? Ya me da igual todo. Yo le cuento y usted haga lo que crea, pero sólo hablaré con usted. Un hombre son todos los hombres, recordé. En aquel momento, mi hombre-yo no era más que masa desdibujada.
El polvo se hizo patente avanzada la mañana. Estábamos como a cuarenta grados en la redacción. Y yo siempre tuve principio de asma. Veinte y largos años de principio, un principio eterno que nunca iba a más, y por eso quizá tampoco acababa. La leve tos y el Ventolin entre Marlboro y Marlboro. El sudor cayendo por la espalda. El sol de agosto soberano, penetrando impune por los amplios ventanales. Las disputas por el aire acondicionado. Había quedado con Syria a eso de las nueve, y aún no había escrito ni media página.
Syria venía del cosmos y de Italia, me decía. De la estrella más brillante del hemisferio norte y de uno de los astros emergentes del pop transalpino. Nos gustaba mucho ese nombre hasta que comenzaron los sucesos, las revueltas, la guerra civil, el terror, los crímenes y los refugiados en aquella tierra homónima del Mediterráneo. Ahora se sentía desgraciada y molesta. Creo que cambiaré de nombre, me repetía, pero aún no sabía cuál. Yo tampoco. Ya la había bautizado una vez, y me parecía suficiente. La gente atestaba las calles y las avenidas. Incluso tras la caída del sol el calor era insoportable. Parecíamos suricatos acechando el menor indicio de brisa. Elefantes polvorientos olfateando el agua. Ella y yo tomábamos algo en una terraza del barrio viejo. ¿Quién mejor que tú para sacarle partido a esa historia, para narrar el ambiente, las circunstancias? ¡Vives al lado! Además, esa mujer, en realidad, lo que te pide es ayuda. Sí, pero quizá alguna compañera, u otro compañero, lo podría hacer mejor. Yo podría ayudarle, pero… Tos, fatiga, inhalación. Haz lo que quieras, pero cuídate esa tos. Es el asma, le dije, se pasará con la calima. Puede que tu problema sea el enfoque. ¿El enfoque?, pregunté. ¿Por qué no contar la historia desde todos los ángulos, la historia del maltrato en sí, sin rostros ni nombres? Las historias sin rostros ni nombres no interesan a nadie. Sería algo así como un estudio sociológico, le repliqué. Sería un estudio periodístico, creo yo, aunque no sé cómo se llamará eso en tu jerga.
De novios, todo fue color de rosa. Era muy cariñoso y detallista. Siempre celoso y dominante, sí, pero hasta un punto que a mí no me afectaba, o a lo mejor era que en aquel momento no veía, no me daba por afectada, porque si hubiera puesto freno a aquellos primeros impulsos, quizás no habríamos llegado a esto, quizás no habríamos llegado a nada. Estaba muy enamorada, y era muy joven. Pero desde que nos casamos todo cambió, se agravó más bien, si queremos verlo de este modo. Los celos se volvieron enfermizos. Pero ya no eran sólo los celos. Todo en mí parece que le incita a la violencia. Cómo hablo, cómo visto, cómo pienso, cómo río, cómo lloro, cómo como, cómo lo espero, cómo no lo espero, como cocino, cómo ando, cómo lo beso, por qué no lo beso, cómo me entrego, por qué no me entrego, a quien llamo, quién me llama, a dónde voy. No hay nada que pueda hacer para calmarlo, para sofocar esa rabia que descarga en mí. Es como si fuera una posesión más, como la televisión, el coche o el sofá. ¡Eres mía! ¡Eres mía! Gritos, insultos, agresiones. Sobre todo a partir del embarazo. Cada día temo lo peor. A veces creo que estoy loca, que él tiene razón. Que soy una mierda, que no sirvo para nada, que él merece algo mejor.
Con las notas en la mano, me acerqué al despacho del director, pero estaba fuera, agasajando a no se qué políticos y empresarios. El subdirector me dijo que era un buen tema para el fin de semana, pero que el enfoque le parecía extraño, que consultara con mis jefes inmediatos. El redactor jefe, responsable de la edición dominical, se mostró entusiasmado. Y, aunque la jefa de Sociedad insistió en incluir iniciales y alguna foto pixelada, cuanto menos, finalmente accedió a esperar a que hubiese concluido el trabajo. ¿Cuántas denuncias has dicho?
Son tres denuncias ya. Las dos anteriores las quité a las pocas horas. De la primera hace dos años, nada más enterarse me juró y perjuró que atravesaba una mala racha, que iba a cambiar, que me quería con toda el alma, que si lo dejaba se mataría. Fuimos juntos a la comisaría, y la retiramos. Tras la segunda, hace unos catorces meses, me dijo que era aquel barrio, que lo agobiaba, que nos mudásemos, que le diese un tiempo. Di marcha atrás. Nos mudamos. Igual. La tercera fue ayer mismo, cuando se lo llevó la policía. Ahora tiene una orden de alejamiento y espero por el juicio. Pero no me fío. Tengo miedo. Anoche no sólo me pegó a mí, también al niño. Me dijo que lo mataría si algún día lo dejaba. ¿Fue usted quien llamó a la policía?, inquirió, haciendo un alto en el relato. No, ¿no fue usted? Una llamada anónima, me dijo. Verás, he decidido no incluir ninguna referencia personal en el relato. Se lo agradezco, pero por mí no… Creo que es lo mejor para todos. Como lo vea, usted es el periodista. Ahora debería darme una lista de contactos que puedan aportar algo de información, incluyendo a su marido. ¿Él?
Salgo temprano. Tengo un día ajetreado hoy. Comisaría, psicólogo, abogado, asociación, vecinos, madre y, con suerte, el tipo, si responde al teléfono. Se ha levantado viento, un viento huracanado que envuelve la ciudad en un torbellino de polvo y tierra, aire caliente, ceniza y trizas de papel. Una tormenta de arena en medio del ardor sofocante. Lo que nos faltaba. Voy empapado de sudor y no son más de las nueve de la mañana. Los peatones deambulan con paso fatigado y casi desnudos por la calle, ataviados con lo mínimo imprescindible para eludir el descaro. Algunos ni eso. Todo brilla a mi alrededor, como brillan las ascuas en la parrilla o las burbujas en plena ebullición. El frutero se alivia en la puerta con un abanico publicitario de una marca de naranjas y me grita que le han traído hoy una buena remesa de mangos. Los mangos me encantan. El tráfico es un caos y todo el mundo parece de mal humor. Se chillan y se insultan unos a otros. Las bocinas no paran de sonar. De cuando en cuando, una ambulancia. Las urgencias están saturadas de ancianos y cuerpos deshidratados, golpes de calor, desmayos, intoxicaciones, alergias, insomnio o problemas respiratorios. Me bajo al garaje a por la moto. Con este viento, no sé.
Syria está encantada con el siroco. A ella le fascina todo lo que huela a África. Y ahora señala la luna difusa balanceando rítmicamente su dedo índice, como si intentara borrar con ese gesto la pátina de partículas en suspensión que se interponen entre nosotros y ella. Pero en realidad niega en silencio. Niega algo que yo no sé, pero que pronto me revela. Yo nunca me veré así. ¿Así, cómo? Disminuida y difuminada como esa luna, como esa otra mujer con quien hablas estos días. Ahora se yergue sobre el césped calado del rocío y entrega su melena al viento para que la decore de hojas desgajadas, pétalos rotos y porquería. Yo toso levemente, con los ojos cuajados de tierra y lágrimas, y busco refugio en la mochila, así, bien abrazada contra el pecho. El remolino cesa de repente.
En este párrafo hay un enorme asterisco y un apunte al margen. «Interesante -> Aquí me veo tomando declaración a una policía, frente a frente, yo notario y ella testigo». Pensamientos insulsos. Majaderías. Pasé la noche entera transcribiendo de la grabadora. En general, los testimonios apuntan en la misma dirección: el suplicio que supone verse atrapada entre la amenaza del agresor y un sistema laberíntico que se mueve entre la garantía, la burocracia y la precaución, cuando no abiertamente pervertido por el escepticismo o la displicencia de un machismo remanente. Las mismas razones que me dan su abogado y la asistenta de la asociación de víctimas –el calvario que supone tener que repetir una y otra vez, en diversos procedimientos e instancias, los detalles de la tortura–, son las mismas que enarbola la agente policial que ha accedido a atenderme para hacerme ver que el protocolo es «profundamente garantista» (sic), y que lo importante es separar al presunto agresor de la presunta víctima para velar por su seguridad. «Presunta seguridad», añadido también al margen. La agente apenas si se atreve a separarse unas frases del atestado oficial. No puedo ir más allá, ya usted me comprende. Sólo que como mujer… Se limita a negar con la cabeza y me despide con amabilidad. La copia del atestado dice que a ella la encontraron encerrada en el baño con el niño, con heridas y hematomas por todo el cuerpo. Que no quiso abrir de inmediato. No, no, por favor, una discusión, no pasa nada. Que los personados tuvieron que convencerla para que saliera y también para que denunciara. ¿Adónde se lo llevan? El pequeño presentaba una pequeña herida en el rostro.
El viento y el esimismamiento a punto están de hacerme perder el equilibrio. Viajar en moto no mitiga este bochorno. El casco es un microondas alimentado por la atmósfera caliente del mediodía, mis ojos supuran y mis fosas nasales se encuentran taponadas. La arena golpea contra la visera. Los pulmones crujen y mis manos se desecan bajo los guantes. Al llegar al pueblo, veinte kilómetros al sureste, el viento es aún más violento. La madre me recibe en una pequeña terraza cerrada. Enciende un viejo ventilador.
Hora y media después, los vecinos del bloque, el mío y el de ella, poco tenían que decir. Pues sabemos lo mismo que tú. Era una familia normal. Ella algo reservada, sí. Pero el tipo, de lo más normal. Amable y simpático, incluso, cuando me cruzaba con él. Parecía trabajador y serio. Discusiones familiares las hay en todas las casas, yo en eso no me meto. La inquilina del sexto B sí dijo algo. A mí me entraba todo por lo ventana, yo estaba quizá tan aterrorizada como ella. A veces hablábamos, poco, y se veía que era una mujer deprimida, asustada. Aquello noche la cosa fue a peor. Oí gritar al niño: «Mamá, corre, que te va a matar, cogió un cuchillo». ¿Fuiste tú quién llamó a la policía? No, no, yo no fui. Pero estuve a punto.
Le muestro todas mis notas a Syria, y ella las mira con indiferencia. No hay nada ahí que yo no sepa. ¿Y no es eso lo escalofríante?, le pregunto, ¿que todos los sepamos, y no pase nada? La historia de una mujer es la historia de todas ellas, me suelta ahora, con ese aire de oráculo sibilino. Ya, y todos los hombres son el mismo hombre, le digo extenuado. ¿Qué hago, desisto, rompo las notas?, vuelvo a preguntar. El enfoque, el enfoque, me responde. El enfoque, el maldito enfoque. El viento. El calor. El asma. Las sirenas de las ambulancias. Los gritos. Las amenazas. Los atestados. Los valientes. Los cobardes. Las leyes. La moto. Las llamadas anónimas. El polvo. La tierra. Esta escalofriante sensación de indolencia. La calima, ese maldito jaloque. Busco por buscar, quibli en el norte de África, jugo en Libia, marin en el sur de Francia, xaloc en Cataluña, sirókos en Grecia. Siroco. Asirocado. Syria.
[Wasap: Ven urgente a la redacción. Creo que es la mujer de tu artículo]
La madre me cuenta que era un buen muchacho. Se conocen desde niños. Yo le dije que era muy joven para casarse, pero estaban muy enamorados. Él era un poco celoso, sí, pero como todos los chicos. Ya luego fue todo una pesadilla. Le decía que se viniera aquí, pero ella tenía miedo. Al principio me decía que seguro que era pasajero, que todo se iba a arreglar, pero yo ya sabía que cuando esto empieza ya no acaba, si no es en tragedia. El padre de mi yerno fue un monstruo. Eso también se lo advertí. Pero no me hizo ni caso. Claro, no tenía por qué repetirse. ¿Quiere un refresco, café, agua? No, señora, tengo que seguir con entrevistas, pero gracias. Ni siquiera me dejó que denunciara. Pobre hija mía. Me ha dicho que en unos días se vendrá, no sabe si a pasar unos días o más. ¿De verdad que no quiere nada?
En calzoncillos. En el salón. Las notas repartidas sobre la mesa. El Matusalén bien servido con dos piedritas de hielo. El enfoque, el enfoque. Syria no para de dar vueltas en mi cabeza.
[Wasap: Confirmado. Es ella. ¿Estás en casa? La policía está allí]
El tipo no quiere hablar. Soy un buen padre y marido. La quiero con toda mi alma. Ha sido un mal día. No hay más. Como vea mi nombre o el de mi mujer en el periódico te parto la cabeza. Periodistas de mierda. ¡Qué buen titular!
Ha habido un atentado terrible. En París. Yo estoy en rueda de prensa y el consejero no para de hablar. La sala de prensa está helada. No hay mejor aire acondicionado en toda la ciudad. Tiritamos. ¡Que alguien baje ese aire!, grita un fotógrafo, aprovechando un parón del orador. Hacia allá sale volando el jefe de prensa. A medida que llegan los wasaps, los mensajes y las llamadas, la gente comienza a escabullirse. El consejero se preocupa y lee a toda prisa lo que queda de la nota de prensa que nos han repartido nada más entrar. Hoy no habrá preguntas. ¿Qué pasa?, exclama al fin. Ha habido un atentado terrible.
El artículo salió el domingo. Crónica de veinte muertes anunciadas, sopesé. El número de víctimas a estas alturas del año alcanzaba la veintena. ¿Y por qué no miles? Todos estos años. Lo descarté. Ni yo era Gabo ni aquello era una crónica. Era más bien una denuncia. No sé ni lo que era. Un rompecabezas desarmado. Un puzzle de angustia. Un artículo más. Una historia de tantas. Ocho minutos de dolor, indignación y mala conciencia. Un tuit, un Facebook quizá. Luego, vuelta al olvido. Indiferencia. El amor en los tiempos de la cólera. La insoportable levedad de ser mujer. La peste de género. Menudas gilipolleces. Cuánta mediocridad. Una mujer son todas las mujeres. Un hombre son todos los hombres. Una muerte son todas las muertes. Entre todos la matamos y ella sola se murió. Pero ella no había muerto… todavía. La calima del terror, Siroco de violencia, Partículas de miedo en suspensión. Las prescindibles. Al final, por lo sano, Siete visiones de un drama cotidiano. Subtítulo, Un caso de violencia de género (machista había escrito yo), desde la óptica de cada uno de los estamentos implicados. El redactor jefe alabó el enfoque, la jefa de sección me reprochó la ausencia de detalles y los compañeros, los más cercanos, lo tildaron de interesante. Nada con que aspirar al Pulitzer. Syria me sonreía. Un artículo son todos los artículos. El periodismo se ha vuelto nada. En esas ocasiones la odiaba.
[Wasap: Ya estoy aquí. Una ambulancia y mucha policía. Pregunto y llamo.
Pero vete tuiteando. Mata a su mujer y a su hijo, y se arroja por la ventana]
Se iba al día siguiente, me había dicho el día anterior. Al pueblo, hasta que salga el juicio. Gracias por todo. Ahora estoy mucho más tranquila. Sonreía. Llevaba el periódico bajo el brazo. El pequeño se escondía detrás de sus pies.
Ahora mirábamos al mar desde la playa. Nunca me tendrás así, como sé que los hombres quieren tener. Quiero ser mar. Ir y venir, a mi aire. Espuma. Estábamos casi desnudos, uno al lado del otro. Sudábamos. No éramos los únicos sobre la arena. Éramos centenares, si no miles allí. Ocho de la noche. La Agencia Estatal de Meteorología había anunciado el fin de la ventisca y un descenso de la temperatura en unos o dos días. La calima seguiría con nosotros algo más. A esas alturas ya no se respiraba oxígeno. Sólo polvo. Polvo y hervor. Éramos figuras de arena ardiente que se alimentaban de ardiente arena. Figuras de arena incendiadas por el calor y la luz del crepúsculo, descompuestas por un viento infernal. Mis ojos volvían a cuajarse, pero no a causa del asma o la polvareda, sino de dolor, tortura e impotencia. Rendido y asqueado, le grité, contemplando su rostro difuso en el fondo del vaso. Vete, si es eso lo que deseas, ya sabes que me basta con no imaginarte. No dijo más. Syria del Toboso se fue tras –detrás y después de– la calima. Ahora bebo tequila. Escribo de tribunales. No he vuelto a saber de ella.
Un saludo,
Manuel M. Almeida