
Cuando estaba escaso de ideas a veces lo hacía. Se subía a una guagua y escogía a un viajero o una viajera al azar. Se fijaba en sus facciones, su vestimenta, si hablaba por el móvil tomaba notas… Esa vez, además, se decidió a seguirla. Había algo en aquella mujer que le sugería una gran historia. Se bajó en su misma parada, le mantuvo el paso a cierta distancia. Por la avenida. Una calle secundaria. Un callejón lúgubre. Vio cómo se internaba en un portal y pensó que ahí se acababa todo. Pero al llegar descubrió la entrada despejada. Dudó si continuar o no. Entró. Escucho ruido de pasos en algún pasillo arriba, cerca. Subió a toda prisa las escaleras asegurándose de no hacer ruido. En el primer piso la mujer introducía la llave en la cerradura de uno de los apartamentos. Se acercó sigiloso, conteniendo la respiración. Para su asombro, la mujer había dejado la puerta entreabierta. Empujó la puerta hacia adentro poco a poco, con mucho cuidado. Se asomó. No vio nada. Volvió a dudar. Sudaba como no recordaba haberlo hecho antes. Dio un paso. Otro. Miró en la cocina a la derecha. No estaba. Siguió por el pasillo. Comedor, a la izquierda. Nada. Un dormitorio. Un baño. Nada. Otro dormitorio. Al fondo, una luz. Un cuarto. Asomó la cabeza y vio algo que le pareció extraordinario. La mujer se desvaneció de pronto y algo así como un destello surgió del ordenador portátil que reposaba sobre la mesa. Parpadeó. Reconoció aquel cuarto como el suyo propio. Y el portátil como su portátil. Estaba en su estudio. Aquella era su casa. Se acercó al ordenador y observó la pantalla. La mujer misteriosa deambulaba ahora por el borrador de relato en el que andaba trabajando. Se dejó caer sobre la silla, satisfecho de haber podido atrapar un nuevo personaje.
Un saludo,
Manuel M. Almeida