A la Bufona la tenían acechada. Rayco el Pulpo y Kevin el Negro llevaban días emperretados con lo mismo. Desde lo de el Chino y la Lola, hacía ya casi un año, la peña con la que paraban andaba fatal y, sin que Rayco ni Kevin entendieran muy bien por qué, al subido de el Tony se le había metido en la cabeza que era mejor no mortificar al barrio. Pero aquello era distinto. Imposible que saliera mal. Además, lo de el Chino nadie sabía cómo había sido. Dijo que iba a dar un tranque con la Lola, se fueron un día temprano y ya no se les volvió a ver más. Joder, nada que ver con el barrio. A saber dónde se metieron. Igual vivían forrados en algún país extranjero. El Chino podía haberlo hecho seguro, ése no conocía padre ni madre, pero la Lola no, la Lola era muy de su gente. Algún mensaje habría enviado, no se habría ido así la Lola, sin más.
Lo de la Bufona iba a ser cosa de visto y no visto, de extranjis, nadie se iba a quedar con la copla. Ni el Tony. Y si la cosa se complicaba, bastaría con dirigir las sospechas hacia los locos del Risco o los rumanos, que tenían el barrio entre ceja y ceja. Asunto cerrado. Un palo redondo. Sólo había que prepararlo bien, atar cabos, como dicen en las pelis. Y en ésas estaban. Rayco se encargaba de estudiar la seguridad del inmueble y el acceso a la vivienda, mientras Kevin seguía a la Bufona allí donde fuera, a cierta distancia, para comprobar costumbres, itinerarios y tiempo invertido.
La Bufona, doña Carmita para los conocidos, era una mujer que sobrepasaba los setenta. Viuda de un alto oficial de la Marina, en el barrio se la tenía por adinerada. Muy pocos eran los que conocían el origen del mote que tan mal sobrellevaba, y que muy pocos utilizaban en su presencia, salvo quizá los pequeños gamberros con los que, de cuando en cuando, se cruzaba. Era oír Bufona, y doña Carmita se transformaba súbitamente en una fiera, una agresiva máquina de proferir insultos gruesos, hirientes. Unos decían que el nombrete tenía que ver con sus excesos ventosos; otros, con quizá cierto carácter animoso en su juventud; otros aseguraban que era una mofa a los aires de gran dama que se daba; y muchos opinaban que se había ganado el apodo por su contrastada presencia en todo acto social en que se sirviese bufé. Pero así comenzó a llamarla hace tiempo alguien de su edificio; y por contagio, el resto de la vecindad.
Concluyeron que el mejor día sería el viernes a eso de las diez de la mañana. La anciana salía, caminaba un par de manzanas hasta la parada de la guagua. Se subía y no retornaba hasta alrededor de las tres y media de la tarde. Cuatro semanas seguidas la misma rutina. No podía fallar. Rayco y Kevin se introdujeron en el portal, sin portero y siempre abierto durante el día, subieron los dos pisos a pie y se detuvieron frente a la puerta. Miraron a ambos lados para cerciorarse de que nadie los observaba y, con un efectivo manejo del kit de ganzúas escogido por el Pulpo tras su exploración, en menos de dos minutos ya estaban dentro.
Una vez en el interior, Rayco y Kevin a punto estuvieron de sufrir un síncope. La casa estaba dominada por la oscuridad, las ventanas cerradas y las cortinas corridas. Un hedor pestilente corroía la atmósfera. Sintieron arcadas, pero se apoyaron el uno en el otro hasta que, pasados unos segundos, sus sentidos fueron adaptándose a aquella peste. A tientas, dieron con el interruptor y prendieron la luz del salón. El olor parecía provenir de adentro, de algún lugar que no podían ver desde allí. Tapándose la nariz con los dedos, comenzaron a buscar por toda la casa dinero y objetos de valor: cajones, armarios, cajas, arcones, detrás de los cuadros, entre los estantes, bajo las alfombras… pero no hallaron nada. Revisaron a fondo el dormitorio, el salón, la cocina. ¿Dónde guardaría la vieja sus tesoros? Entonces sintieron un ruido. Alguien hacía girar la cerradura de la puerta de entrada. Empujados por un impulso instintivo, corrieron a refugiarse en el cuarto más alejado de la casa, que resultó ser el baño, sin tiempo para percatarse de que era de allí precisamente de donde provenía aquel nauseabundo olor.
La Bufona se acercó al dormitorio, se descalzó y se cambió de ropa. Rayco y Kevin se miraban desconcertados, y con un cierto aire de mutuo reproche, cuando la anciana encaminó sus pasos hacia el baño. Sin pensárselo dos veces, corrieron la cortina y se introdujeron en la tina oxidada que, allí en la oscuridad, les pareció llena de agua. Volvieron a correr las cortinas y, agazapados, comenzaron a sentir que le ardían los pies. Rezaron para que a la vieja sólo le diera por enjuagarse la cara. Pero la Bufona entró, encendió la luz, se sentó en el inodoro y se puso a orinar. Y entre orín y orín, sonó una gran cagada. Para entonces, Rayco y Kevin ya sabían que no tenían los pies sumergidos en agua, sino en una especie de sopa espesa y sanguinolenta que corroía sus tejidos. ¡Ácido! ¡Estaban disolviéndose en ácido! Quisieron saltar fuera de aquella ciénaga asesina, pero se vieron paralizados por el dolor y la ya avanzada atrofia de sus extremidades. Les pareció ver grasa, algunos restos de hueso, quizás los suyos, quizás los de otros, quizás… Un anillo, un anillo de acero yacía en la jabonera que había sobre la tina, el inconfundible anillo de acero con motivos del yin y el yang de El Chino. Entonces comprendieron. Se volvieron a mirar y, con el cuerpo hundido ya hasta la cintura, quisieron gritar desesperadamente. La Bufona no tuvo más que golpear sus cabezas con la plancha tres, cuatro, cinco veces. Y entonces comenzó a bufar. Primero leve, luego moderada y por fin desmesuradamente. Reía y bufaba como una loca, como un oso, un tiranosaurio rex, como un monstruo infernal que acabase de despedazar a dentelladas a su rival en la batalla. Un bufido ronco y ensordecedor que se elevó a través del patio hacia lo más alto del edificio. Y que continuó elevándose, como un humo liberador, hasta perderse entre las nubes rumbo a la estratosfera. El policía del sexto piso se dirigió a gritos a su esposa:
– ¡Qué cruz, María! ¡Ya está la Bufona de los cojones con otro de sus ataques!
Un saludo,
Manuel M. Almeida
Fotografía: Paul Kounine