DoomyMemo App

Se fijó en esa aplicación como pudo haberse fijado en cualquier otra. La tormenta rugía allá afuera con un bramido helado y húmedo y él no paraba de teclear, de teclear y deslizar el dedo sobre la pantalla luminosa en busca de algo con lo que confundir al miedo. El viento iba de aquí para allá, soberano, ligero y majestuoso, arrancándole vida al terreno, cercenando cultivos, talando árboles, machacando insectos, explorando calles y casas, golpeando con su ariete puertas y ventanas, buscando el flanco más débil de las débiles barracas que conformaban el pequeño poblado. Había escogido el peor fin de semana posible para aquel retiro. Dos días lejos de todo y como nuevo, pensó. Sin TV, sin radio, sin prensa, sin cobertura, sin horarios, sin discusiones, sin obligaciones. Adiós estrés, adiós tensión, adiós dolor en el pecho, adiós desamor, adiós malos rollos. Puente de todos los Santos. Otoño desatado. Agua, agua por todas partes. El agua también rugía, las gotas no parecían gotas a través de la ventana, eran balas, balas de plasma viscoso y transparente que penetraban en la tierra provocando microcráteres y seudoexplosiones, miríadas de daño colateral, proyectiles de oscura transparencia en la noche sin luna que impactaban contra el cristal para luego caer desarmados como hilos de sangre o de baba. Balas que se transformaban en pequeñas bombas adentro, bomba a bomba, clan clan clan contra la madera y los cacharros dispuestos en el suelo. Aquella casa rural era el paraíso de las goteras. Y él no paraba de teclear. ¿Qué buscaba? Cualquier cosa. Un juego, un libro, una foto que editar, una película. Lo que fuera que tuviese en el móvil y le ayudara a evadirse, tranquilizarse en lo posible, rehacerse, ignorar aquella inesperada y fantasmagórica contienda natural.

«DoomyMemo». No recordaba haber descargado esa app. En realidad, casi nunca recordaba haber descargado casi nada. Visitaba la store de forma compulsiva y se bajaba de todo, especialmente si era gratis, útil-o-simpático o venía recomendado por un amigo, blog o gurú de Internet. Así que su elegante dispositivo con sistema operativo Android se había transformado en una especie de repositorio interminable de aplicaciones cuyo único límite aún no alcanzado era la capacidad de memoria de su propio hardware. Aparte de los seis o siete programas ESENCIALES que mantenía bien a mano en la pantalla principal, el resto se acumulaba en sucesivas pantallas que bien podríamos denominar trasteros digitales que casi nunca frecuentaba. Sólo en caso de necesidad. Como esa noche.

«DoomyMemo. La app que documenta tu experiencia. Tú vives y nosotros lo anotamos. El diario que se escribe solo».

«¡Qué chorrada!», pensó, pero también pensó que podría ser divertido.

La interfaz de la aplicación era bien sencilla. Una página en blanco. Sin más. Ni opciones ni configuraciones ni herramientas. «¡Qué chorrada!», reiteró, y a punto estuvo de cerrarla, cuando de pronto vio surgir de aquella nada cuadriforme unos trazos negros y ordenados, que eran palabras.

«Estoy ante DoomyMemo, menuda gilipollez de app, aunque, un momento, acabo de ver surgir unas palabras».

«¡Qué pasada!», exclamó al instante. Y en la página apareció impreso a continuación:

«He estado a punto de cerrarla, pero no, parece que escribe sola. Y escribe-describe justo lo que hago o lo que pienso. Es como un diario telepático. ¡Qué pasada!».

Estuvo entretenido con ese juego no menos de una hora. Haciendo y pensando, y todo lo que hacía y pensaba era fielmente transcrito en aquella página en blanco que parecía no tener fin. Si se levantaba a por agua, la app escribía que se levantaba a por agua. Y si se estremecía por el sonido de un trueno cercano, la app registraba el estremecimiento con la misma fidelidad con que él lo había experimentado. Si se le pasaba por la cabeza alguna idea peregrina, la app anotaba la idea; e igualmente trasladaba a la página cualquiera de las muchas imágenes que se sucedían en su fascinado, y a la par estupefacto, cerebro.

La tempestad, por su parte, no daba tregua. Podía escuchar los ruidos desencadenados por el viento en el exterior, el crujir de ramas, portazos, el choque de objetos sólidos voladores contra objetos sólidos sedentarios que no era capaz de identificar. Y los persistentes sonidos de la casa, el rechinar de las maderas infladas por la humedad, el incesante concierto de las goteras, las ráfagas heladas que se colaban por las numerosas grietas y rendijas. Pero él parecía abstraído, la aplicación lo había rescatado de toda aquella barahúnda y lo había trasladado a un universo alternativo que lo mantenía a salvo del pánico que había sentido minutos u horas atrás. Su asombro aumentó cuando descubrió que la app no se limitaba a redactar, sino que de cuando en cuando activaba la cámara del móvil y añadía al texto fotografías de los instantes que consideraba oportuno. Cuando se reía, cuando comía, cuando se levantaba o cuando volvía. Ni siquiera se sobresaltó cuando se fue la luz. El programa dio fe:

«Se acaba de ir al carajo la luz, pero me ha importado un pimiento, aquí estoy forrado con mi mantita y con la batería del móvil al noventa por ciento. En cualquier momento me quedaré dormido y mañana será otro día, seguro que mejor día que éste. Peor, imposible».

En efecto, sucumbía al tibio calor y a la maternal caricia de la manta de lana en la que se refugiaba, los párpados comenzaban a claudicar cuando, de pronto, una ventana emergente ocupó toda la pantalla:

«Hey, ¿te gusta la app? Hasta ahora has estado registrando el presente, lo cual tampoco es nada del otro mundo. ¿Pero te gustaría registrar lo que está a punto de sucederte? Alucinante, ¿no? Pulsa sobre la pantalla para acceder al Nivel #2».

¿Registrar lo que está a punto de sucederme? Se sonrió, aquello era de locos. ¿Un programa que se adelanta al futuro? Eso era sencillamente imposible. O tal vez no. Tal vez los desarrolladores hubiesen dado con un algoritmo basado en las acciones, pensamientos y rasgos personales del usuario que fuese capaz de intuir sus movimientos inmediatos. Quizá sólo en milésimas de segundo. Quizá algo rudimentario, no sé, si se te van cayendo los párpados, está claro que vas a cerrar los ojos. Algo intuitivo, básico. Algo, en cualquier caso, digno de ver.

Pulsó en la pantalla y no tuvo que esperar. Ante él se manifestó una nueva página en blanco. Al igual que en el caso anterior, sin opciones, configuraciones ni herramientas. Pensaba y hacía cosas, tonterías con los brazos y las manos, pero la aplicación no escribía nada. Entonces se detuvo, y vio surgir el primer párrafo.

«Puede que esto del Nivel #2 no haya sido más que una broma o un reclamo. De hecho, me extraña mucho que ya el Nivel #1 no sea de pago, así que voy a relajarme un poco, tenderme hacia atrás y rascarme el cogote, que en unos segundos me empezará a picar. A ver si así me entra el sueño».

Se rió. Fuertes carcajadas que se confundieron con el estrépito de la tormenta. «Menuda tontería», pensó, porque seguía allí sentado, erguido, expectante con los ojos fijos en la pantalla. Sí, pensaba que podía ser una broma, o una especie de anuncio publicitario de una versión pro, no era nada extraño en el enmarañado mercado digital, de hecho… Y se perdió rememorando alguna que otra engañifa de la que había sido objeto en Internet, sobre todo cuando frecuentaba las redes P2P para bajarse películas y luego resultaban ser cualquier otra cosa, porno, anuncios e incluso amenazas legales por ejercer la piratería. Estuvo dándole vueltas a esa idea, y cuando retomó la conciencia del tiempo real, se encontró efectivamente recostado hacia atrás… ¡rascándose el cogote! Soltó el móvil como se suelta una brasa ardiendo. El aparato cayó sobre la alfombra de pelo largo sobre la que descansaba la mesa del salón. Se incorporó de inmediato. ¿Casualidad? Podía ser. En aquella densa oscuridad, la pantalla del móvil desprendía una luz azulada y timorata. Se agachó y miró de reojo. Nuevas palabras surgían:

«El viento abrirá la ventana, porque no la he cerrado bien, me habré olvidado del anclaje de seguridad. ¡Estas viejas ventanas de pueblo! Correré hacia ella y la cerraré, asegurando el anclaje. Serán sólo uno o dos minutos, pero terminaré con la cara, el pecho y los brazos empapados.

[Foto: Yo empapado volviendo de la ventana]

Esto, junto con esta extraña app, hará que regresen los temores. Quizá lo mejor sea apagar el móvil e intentar dormir».

No había terminado de leer cuando se abrió la ventana, y entonces maldijo el anclaje y corrió hacia ella y estuvo uno o dos minutos intentando cerrarla, bregando con el viento y la lluvia, que le lanzaba enormes escupitajos de plasma sobre el rostro y el pecho y los brazos, hasta que pudo cerrarla y asegurarla con el anclaje y se dijo que todo aquello era una locura y entonces supo que volvía a horrorizarse y ahora más por el poder adivinatorio o profético de aquella maldita app y se dijo que lo mejor sería olvidarse de todo, apagar el móvil e intentar dormir.

Pero la app seguía vomitando grafemas, que se ordenaban para crear monemas, morfemas y lexemas, que juntos modelaban sílabas y palabras, y las palabras formaban oraciones y las oraciones componían vaticinios, y ahora vaticinaban que no se iba a dormir porque seguiría mirando la app todo el tiempo que la app quisiera. Y la app le dijo que iba a acercarse al desván, y que en el desván encontraría una cuerda de cáñamo ancha y larga. Que a esa cuerda le arreglaría un nudo de horca y con esa horca se iba a llegar hasta el viejo castaño que estaba al lado de la casa. Y que iba a lanzar la cuerda por encima de la rama más fuerte y que ataría un extremo a la baranda del porche, calculando que la caída desde la rama no excediera la longitud de su cuerpo. Y que luego se subiría a la rama, se colocaría la horca alrededor del cuello y se dejaría caer.

Y él intentaba resistir porque lo que la app le iba desvelando era el camino hacia su propia muerte. Pronto supo que no eran vaticinios ni adivinaciones, eran órdenes, órdenes que él acataba contra su voluntad, que de alguna forma lo impulsaban a obedecer como movido por hilos invisibles que lo conectaban a lo que demonios fuese aquella aplicación. Tal vez emitía vibraciones imperceptibles en algún tipo de frecuencia capaz de interferir en sus ondas cerebrales. Eran órdenes, había perdido el control. Supo eso y entendió por qué no se le había exigido pago, porque el pago era su propia vida. Se movía como un robot, como una marioneta oxidada en la oscuridad, pretendiendo resistirse a cada orden, a cada impulso, a cada movimiento de sus articulaciones. Su andar era brusco; sus contorsiones, torpes; su aparato locomotor era más bien motor loco, tupido o gripado. Entonces conoció el verdadero terror. Sus ojos eran dos pústulas enormes que sobresalían de las cuencas, como empujadas por su mente atormentada, quizás con la esperanza de que, liberados del resto del cuerpo, pudiesen frenar de alguna forma aquella quimera. Pero entró en el desván, siempre con la cicatera luz azulada de la pantalla del móvil a cuestas, tomó la cuerda, hizo el nudo del verdugo, abrió la puerta, salió al exterior, luchando contra el viento, avanzando pesadamente por el barro y las seudoexplosiones y los microcráteres bajo el aguacero, como un buzo con escafandra y traje de hierro avanzaría por el fondo del océano, llegó al castaño, lanzó la cuerda, la sujetó a la baranda calculando su estatura, se subió a la rama, se encajó la horca al cuello. Y saltó.

La foto que aparecía en el móvil no dejaba lugar a dudas. No había más: ni apps ni archivos. Sólo esa foto. El aparato fue hallado, encendido, sobre el parterre enfangado cubierto de huellas, erizos abiertos y castañas empapadas, bajo el cuerpo suspendido del finado. El perito forense, el agente de la científica y la jueza de guardia coincidieron. ¡El tipo había borrado el dispositivo y se había marcado un selfie justo en el momento de saltar! Suicidio de libro. Otro majara dispuesto a dar la vida por quince minutos de gloria. «En fin», dijo el inspector, intentando desembarazarse del barro adherido a sus zapatos frotándolos contra el borde de las escaleras del porche. «Mierda de locos, mierda de Halloween y mierda de tecnología. ¡Andando! Menuda mañanita nos espera».

Un saludo,
Manuel M. Almeida

Manuel M. Almeida (Las Palmas de Gran Canaria, 1962) es periodista y escritor. Ha publicado las novelas ‘Tres en raya’ (1998, Alba Editorial) —finalista del Premio Internacional Alba/Editorial Prensa Canaria, 1997—, ‘Evanescencia’ (Mercurio Editorial, 2017) y 'El Manifiesto Ñ' (Editorial Siete Islas, 2018), así como las colecciones de relatos ‘El líder de las alcantarillas’ (Amazon, 2016) y ‘Cuentos mínimos’ (Mercurio Editorial, 2017), además de poesía y narrativa recogida en su blog mmeida.com, redes sociales, revistas y periódicos. De 2004 a 2014 mantuvo el blog mangaverdes.es, con el que cosechó seis premios internacionales, entre ellos al Mejor Comunicador en Internet (Asociación de Usuarios de Internet, 2010). Como periodista ha trabajado, entre otros medios, en Cadena 100, ‘La Gaceta de Las Palmas’, ‘La Provincia’, revista ‘Anarda’, ‘La Tribuna de Canarias’, ‘El Mundo/La Gaceta de Canarias’ o ‘Canarias7’, ejerciendo en los tres últimos el puesto de subdirector. Ha publicado dos trabajos discográficos como cantautor, ‘Nueva semilla’ (Diva Records, 1990) y ‘En movimiento’ (Chistera, 1992). Actualmente dirige DRAGARIA. Revista canaria de literatura.

4 Comentarios

  1. Me encanto y si ud. Supiera que he pensado esto de la tecnologia que es diabolica no me creeria. Yo lo he vaticinado. La tecnologia nos eliminara. He dicho.

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