[NOTA: El pasado 13 de julio tuve la ocasión de participar en la XV edición del encuentro literario Escritos a Padrón, que cada año se celebra en la Casa Museo Antonio Padrón. Centro de Arte Indigenista, en Gáldar (Gran Canaria). En cada entrega de este encuentro, la casa museo invita a diversos creadores a idear textos inspirados en la obra del pintor, textos que posteriormente pasan a ser publicados en sucesivos volúmenes antológicos. Mi participación consistió en un microrrelato que puedes leer en este mismo blog y cuya lectura estuvo precedida por esta reflexión que he venido a llamar Pre-texto].
No ha sido fácil la elección. La obra de Padrón es lo suficientemente diversa, rica y sugerente como para que cada una de sus creaciones dé pie no a una, sino a múltiples elaboraciones literarias, como el bagaje de estos quince años así demuestra. Ha sido un viaje este lleno de sorpresas, de gratas sorpresas, de descubrimientos y de indecisiones. Un rostro aquí, un trazo allá, este paisaje, aquella historia, ese color, aquel matiz… El problema aquí no residía en encontrar un cuadro que me inspirase, sino en tener que bregar entre tantas fuentes de inspiración y quedarme con solo una. Hasta que di con El niño enfermo.
Ese cuadro me provocó un shock. No era un cuadro, era un grito desgarrado y desgarrador, quizás el más dramático, oscuro y desesperado de todo el catálogo del artista. Sensación que se acrecentó al descubrir que pertenecía a su ultimísima etapa, su etapa más negra, y que había sido concluido pocas semanas antes de la muerte del autor. Había elementos suficientes para no una sino, aquí también, múltiples elaboraciones literarias.
«No era un cuadro, era un grito desgarrado y desgarrador, quizás el más dramático, oscuro y desesperado de todo el catálogo del artista. Sensación que se acrecentó al descubrir que pertenecía a su ultimísima etapa, su etapa más negra»
Quise documentarme. Y cada información que descubría incidía más y más en el carácter trágico de la obra y de las circunstancias personales del pintor. Decía Pepe Alemán, en su texto En la exposición, incluido en la segunda entrega (PDF) de estos Escritos a Padrón, y citando a Lázaro Santana: «Los cuadros de ese último periodo, constituyen una confesión ciertamente angustiada de la derrota personal del pintor, que, a mi entender, es también el reflejo de la desaparición ya cantada de su mundo».
El propio Lázaro Santana escribía en su monografía de Padrón publicada en 1974 por el Ministerio de Educación y Ciencia en su colección Artistas Españoles Contemporáneos que «el empleo exhaustivo de las tonalidades del color negro (…) asume en estas obras últimas la representación del más absoluto dramatismo. En el vacío del color y de la luz emergen unos rostros tallados duramente, parecidos a máscaras negras. En tales cuadros, trabajados por el pintor hasta el momento mismo de su muerte, resume Padrón toda la congoja que debió experimentar -quizá sólo intuitivamente- en los meses últimos de su vida. Formalmente, esa pintura debe mucho al más genuino expresionismo alemán. Humanamente constituye la elaboración más pura de la impotencia que invade al hombre cuando se halla ante la posibilidad del silencio definitivo».
Quise saber más, quise indagar en la presencia de tal motivo, el del niño enfermo, en la historia del arte, o de la pintura, para ser más concretos. Y descubrí —a través de un interesante estudio de Iván Carabaño Aguado, titulado El niño enfermo. Un género pictórico muy especial (PDF), incluido en el número 14 de la revista Cuadernos de Historia de la Pediatría Española, editada en septiembre de 2017 por la Asociación Española de Pediatría— que dicho motivo había sido una constante entre los pintores, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX. En su estudio, Carabaño detalla que había recopilado al menos 37 cuadros de niños enfermos. Creadores como Dalí, Picasso, Goya, Munch, Michelena, Canals, Rengifo, Rojas, Lira, De la Cárcova, Kingman, Pinazo, Franquelin, Krohg, Holl o Heyerdahl, por citar solo algunos, contaban con al menos un niño enfermo entre sus obras.
Pero, además, Carabaño aporta algunos datos de interés, como que en el 83% de los cuadros el acompañante principal muestra llanto, preocupación o miedo; que el estilo es clásico en el 91% de los casos y expresionista, en el 9%; que en el 55% de los cuadros sobre niños enfermos hay un tono luminoso, mientras que en el 45% hay un tono sombrío; o que, como avanzábamos, el 94% de las pinturas sobre niños enfermos se concentra en los siglos XIX y XX. Algo que el investigador achaca a «la época de la exteriorización de los miedos del subconsciente», es decir, «por el interés creciente por los miedos, el espanto cotidiano, los temores del día a día que conforman el psiquismo», recordando que el nacimiento de Freud se produjo precisamente en 1856.
«Esa sacudida, esa angustia desatada, ese grito que emerge desde las mismas entrañas, el reflejo de la tortura maternal, puede que hasta de la locura, es una característica diferencial y aun diría cualitativa de El niño enfermo de Padrón»
Acudí, pues, a las láminas incluidas en la propia publicación, y a otras que encontré en mis búsquedas en Google, y en ninguna de esas obras percibí la dimensión desgarradora del cuadro de Padrón, más allá del consecuente dramatismo y dolor inherente a un motivo de estas características. Esa sacudida, esa angustia desatada, ese grito que emerge desde las mismas entrañas, el reflejo de la tortura maternal, puede que hasta de la locura, es una característica diferencial y aun diría cualitativa de El niño enfermo de Padrón. En ninguna de esas otras pinturas la madre aparece mirando al cielo o en posición de súplica. Solo en una, en la de El niño moribundo, de Hans Heyerdahl (1881), la madre eleva su mirada, pero ahí el gesto es sosegado, de serena resignación. En otra, El niño enfermo, de Eduardo Kingman (1955), el dolor materno resulta también lacerante, pero es un dolor introvertido, callado, abatido.
Concluí entonces que El niño enfermo de Padrón era un cuadro único en muchos aspectos, y de todos cuantos escruté, en mi modesta opinión probablemente el que mejor refleje la angustia, la zozobra, el estallido y el terror de ese instante terrible en que una madre siente como irremisible la pérdida de su hijo.
Y por si todo esto fuera poco para decantarme por este niño enfermo, las diversas y contradictorias interpretaciones acerca de la presencia del niño en el cuadro acabaron por determinar mi elección. En algún caso leí a quien identificaba la figura materna con la del hijo, alguien me dijo que en realidad no había niño, que solo eran pinceladas borrosas en el seno de la madre, luego estaban los que sostenían que podían ver al pequeño claramente, solo que uno lo veía mirando al frente, otro recostado y otro en decúbito supino. Lo que para unos eran ojos, para otros eran sombras o pies; lo que para aquellos eran manos, para estos era percibido como pliegues del vestido materno o una nariz.
El cuadro de Padrón era, por tanto, además de dramático y único en su género, mágico, abierto no a una, sino a múltiples interpretaciones. Como todo buen cuadro, como toda buena obra de arte. Y a eso no me pude resistir.