Se despertó sobresaltado por el estruendo. Se asomó a la ventana y no pudo reprimir un gesto de satisfacción. La gente corría calle arriba y abajo, todo era ruido de sirenas, la policía perseguía y golpeaba a unos y a otros, unos y otros lanzaban objetos y piedras contra la policía, la ciudad era un caos… Bajó a toda prisa. Se movía hábilmente entre el tumulto, entre los gritos, los llantos, las amenazas, los insultos. Se sentía bien, mejor que bien, pletórico, salivaba. Parecía el único ser feliz entre el dolor, el pánico, la histeria y el odio de aquella gente. Podía ver los golpes, los rostros aterrados, las peleas, el crujido, la sangre, los heridos, desvencijados, rotos, muertos quizá… Pero todo eso a él le daba igual. Él estaba encantado. Era un momento único, irrepetible. Él no estaba allí para juzgar. Abrió su puesto y se sentó a esperar. ¿Qué le podían reprochar? Él solo vendía banderas.
Un saludo,
Manuel M. Almeida