El maestro miró al nuevo discípulo con indisimulado desprecio. Había aceptado su adiestramiento a regañadientes. A su hija no podía negarle nada. «Si quieres convertirte en un maestro de la lucha —advirtió al muchacho—, primero habrás de morir, y puede que no en sentido figurado». El discípulo sabía a qué se refería el viejo: dar cera, pulir cera, lo había visto ya en decenas de películas. Sudar, sufrir, sangrar. Primero lo despreciaría, después lo ridiculizaría, luego le haría soportar ejercicios inhumanos, lo torturaría. Pero poco a poco el maestro iría observando sus avances. Su mueca de desprecio mutaría en otra de discreta satisfacción. Finalmente, un día, el alumno superaría al mentor, le vencería en justa contienda y el rostro del maestro acabaría por ablandarse definitivamente. Sus facciones dejarían traslucir una bondad largo tiempo reprimida, y henchido de orgullo le diría: «Ve, tu esfuerzo tiene al fin recompensa». Así pues, el muchacho se sometió. Fue despreciado y ridiculizado, soportó ejercicios inhumanos y torturas inimaginables. El chico sudó, sufrió, sangró. Pero el rostro del anciano no variaba. Semanas, meses después, las arrugas y el rictus del viejo incluso parecían exudar mayor odio y menosprecio. Eso inquietó al joven, que durante mucho tiempo no osó rechistar. Sin embargo, al cumplirse el año, cuando el pupilo estuvo convencido de que ya era capaz de vencer al anciano, lo retó. La cara del viejo al fin se iluminó. Y de un golpe seco y mortal de su dedo corazón en el cuello, se deshizo del alumno para siempre. «Ve –dijo, con el rostro iluminado por una maldad largo tiempo reprimida– mi esfuerzo tiene al fin recompensa».
Un saludo,
Manuel M. Almeida