Recordaba nítidamente el cuento, pero no podía recordar quién lo había escrito ni dónde lo había leído. Ni siquiera recordaba el título. Revisó minuciosamente su biblioteca: Cortázar, Chéjov, Borges, Mahfuz, Salinger, Davis, Arozarena, Dahl, Munro… No lo halló por ningún lado. Preguntó a los amigos, pero nadie parecía conocerlo. Buscó en Internet, indagó sin éxito en Twitter, Medium, Facebook. Se perdió en librerías, salas de lectura y archivos, pero el cuento, ese cuento que de pronto se le había vuelto tan presente, parecía haberse volatilizado. Era como si el relato hubiese sido producto de un sueño o de una enajenación. O como si al leerlo, meses atrás, lo hubiese abducido, devorado, arrancado de la faz de la tierra. ¿Pero por qué ese cuento y no cualquier otro? Había leído muchos, cientos, de autores noveles y consagrados. ¿Por qué precisamente ese? ¿En verdad lo había leído o sería una broma pesada de su inconsciente? Decidió escribirlo, o quizá reescribirlo sería más adecuado. ¡Lo tenía tan claro! Tardó cinco días en darle forma. Barajó cinco o seis títulos. Lo releyó una y mil veces. No le cupo duda: ¡Era el cuento original! Pero no, no era posible, aquel cuento no podía ser suyo. Se lo presentó a un especialista, un crítico literario. Este tampoco lo reconoció, pero le pidió que se lo dejara un tiempo para realizar algunas comprobaciones. Meses después, recibió una llamada: «¡Es algo inaudito! ¡Se trata de un cuento japonés incluido en el Konjaku Monogatarishū, una recopilación de más de mil cuentos de principios del siglo XII! Son relatos anónimos. He dado con él gracias al título, la temática, el estilo y la inconfundible frase de inicio , 今は昔, común a todos los cuentos de la antología, que usted tan bien ha transcrito, como el resto del texto, en el estilo original del senmyō-gaki». ¿Transcrito?, se preguntó. Él no sabía chino ni japonés, él… Corrió al ordenador y abrió el archivo. Palideció. Apartó la vista. Volvió a mirar y constató estupefacto que, efectivamente, el cuento, desde el título al punto final, había sido escrito en la inconfundible grafía de un sistema de signos oriental.
Un saludo,
Manuel M. Almeida